Pasado un rato, un coche apagaba sus luces junto a una cala. Una música
ensordecedora se apagó y, al tiempo, una chica joven bajaba del
automóvil. Se acercó entre las rocas hasta que sus dedos acariciaron el
mar que se abría ante ella con serenidad. Se sentó, mirando al mar,
dejando que sus pensamientos fluyesen con el vaivén de las suaves olas
que rompían junto a ella; mientras, ella miraba las luces que llenaban
la ciudad de la que ella venía, como pequeñas motas de una vida lejana.
Alzó
la vista, y un cielo colmado de estrellas la cubría. Pasó unos minutos
en silencio absoluto, absorta en mirar ese cielo, y luego, otra vez el
mar, de nuevo el cielo y otra vez más el mar.
Finalmente, se levantó y comenzó a caminar, hasta que sus ojos se toparon con el viejo faro que aún brillaba, que aún guiaba a los navegantes, con su luz particular. Sus pensamientos, que aún estaban con las olas, volvieron rápidos a su cabeza, pues aquel viejo marino le había hecho pensar; sus pies se pararon, ya no daban un paso más. De repente, cayó de rodillas, respiró hondo y una paz con aroma a salitre y con la frescura de la noche, dibujó una nueva sonrisa no sólo en su cara, sino en sus ojos.
Finalmente, se levantó y comenzó a caminar, hasta que sus ojos se toparon con el viejo faro que aún brillaba, que aún guiaba a los navegantes, con su luz particular. Sus pensamientos, que aún estaban con las olas, volvieron rápidos a su cabeza, pues aquel viejo marino le había hecho pensar; sus pies se pararon, ya no daban un paso más. De repente, cayó de rodillas, respiró hondo y una paz con aroma a salitre y con la frescura de la noche, dibujó una nueva sonrisa no sólo en su cara, sino en sus ojos.
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