Pasé aquella noche sola en casa.
Fuera, tras mi ventana, el frío que trajo consigo aquel dichoso mes de Febrero recorría las calles, como una plaga que se extiende alcanzando cada rincón, sin dejar escapar un portal, un paseo o la misma orilla del mar de su mano helada.
El agua repiqueteaba contra el cristal de mi ventana. En ciertos momentos parecía más hielo que agua por los escalofríos que hacía sentir al rozar la piel de los viandantes que habían dejado el paraguas olvidado en casa. Antes, al principio, sólo era un pequeño chaparrón; ahora tras unas horas, se había gestado una tempestad, que se hacía notar cuando, tras un fulgurante relámpago, temblaban los cristales de mi habitación al tronar.
Sí, sin duda era una noche fría y lluviosa, que había conseguido dejar mi calle con aspecto fantasmagórico, sin nadie que la cruzase ni se atreviese a poner un pie en ella. Y yo pasé aquella noche sola.
Sin embargo, lo peor no fue la soledad, ni el silencio que se apoderó de toda mi casa sólo roto por el agua, los truenos y el crujir del edificio. Tampoco lo fue que pasase miedo cuando se fue la luz, y las velas decidieron proyectar sombras fantasmales a mi alrededor.
No, nada de aquello fue lo peor. Lo peor, sin lugar a dudas, fue que mi alma estaba incluso más fría, triste y oscura que la noche que se dibujaba tras mi ventana.
Fuera, tras mi ventana, el frío que trajo consigo aquel dichoso mes de Febrero recorría las calles, como una plaga que se extiende alcanzando cada rincón, sin dejar escapar un portal, un paseo o la misma orilla del mar de su mano helada.
El agua repiqueteaba contra el cristal de mi ventana. En ciertos momentos parecía más hielo que agua por los escalofríos que hacía sentir al rozar la piel de los viandantes que habían dejado el paraguas olvidado en casa. Antes, al principio, sólo era un pequeño chaparrón; ahora tras unas horas, se había gestado una tempestad, que se hacía notar cuando, tras un fulgurante relámpago, temblaban los cristales de mi habitación al tronar.
Sí, sin duda era una noche fría y lluviosa, que había conseguido dejar mi calle con aspecto fantasmagórico, sin nadie que la cruzase ni se atreviese a poner un pie en ella. Y yo pasé aquella noche sola.
Sin embargo, lo peor no fue la soledad, ni el silencio que se apoderó de toda mi casa sólo roto por el agua, los truenos y el crujir del edificio. Tampoco lo fue que pasase miedo cuando se fue la luz, y las velas decidieron proyectar sombras fantasmales a mi alrededor.
No, nada de aquello fue lo peor. Lo peor, sin lugar a dudas, fue que mi alma estaba incluso más fría, triste y oscura que la noche que se dibujaba tras mi ventana.