Ella estaba sentada ante el ordenador. Era ya el tercer día que no salía
de casa, ni recibía visitas, ni hacía otra cosa que no fuese estar
delante del ordenador o en frente del televisor a las horas de las
comidas. Casi se había olvidado de lo que era hablar, a excepción de las
veces que una ventanita se habría en su pantalla con un Hola
pasajero, al que ella se limitaba a contestar con dos palabras
cumplidas.
Nada de esto se debía a que ella fuese poco habladora, a que no tuviese con quien quedar, o a que estuviese pasando por una enfermedad sumamente contagiosa. Simplemente, no se sentía capaz. Estaba ella, en su piso, sola, con la única compañía de la música que sonaba constantemente por la casa, pues se negaba a quitarla: ¿Quién iba a acompañarla, sino la música, en esos días colmados de pensamientos?
Nada de esto se debía a que ella fuese poco habladora, a que no tuviese con quien quedar, o a que estuviese pasando por una enfermedad sumamente contagiosa. Simplemente, no se sentía capaz. Estaba ella, en su piso, sola, con la única compañía de la música que sonaba constantemente por la casa, pues se negaba a quitarla: ¿Quién iba a acompañarla, sino la música, en esos días colmados de pensamientos?
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