Aquí es donde Laia Álvarez deja sus pensamientos, pequeñas reflexiones, canciones que le tocan la fibra sensible... Cosas, en definitiva, que le rondan la cabeza y el corazón. No obstante, este pretende ser un espacio compartido, donde el lector pueda tener también un pequeño espacio donde dejar cuanto quiera dejar.


Empezamos en 3... 2... 1... ¡Ya!

24.8.10

~ Laura I

Asomada en el gran ventanal, aparecía su cara dibujada cada mañana de aquel lluvioso mes de Diciembre de 1792.


La vista desde allí abarcaba gran parte de la Elisabethstr, en pleno centro de Viena. Aquel día se respiraba un ambiente agitado, quizás embargado por los acontecimientos esperados para el principio del año que estaba al caer. Era una pequeña pero lujosa mansión, elegante y sencilla al tiempo, sin caer en la ostentosidad de la que algunos por aquel entonces hacían gala, aunque esto sucedía más entre los nuevos ricos que trataban de hacerse un hueco en la sociedad que entre la aristocracia asentada, que era el caso de la muchacha que llamó mi atención.


Se notaba su clase, su nobleza. Su porte era majestuoso y elegante, pero, sobretodo, embriagador: no hacía falta más que detener su mirada en ella tan sólo unos instantes para perderse en su contemplación y ver todo aquello. Denotaba un estilo digno de su cuna pero con un cierto matiz muy particular, con un toque de soberbia escondido entre la candidez que de ella se desprendía...

Así mismo, su belleza era evidente. En su piel clara destacaban unos pómulos marcados que poseían un tono sonrosado, sutil, pero suficiente para destacarlos. Sus labios, tiernos y carnosos, lucían como el coral, más intensificados sobre aquella fina tez, y con un gesto de pesadumbre, de inquietud, de congoja siempre presente en ellos; este estado hacía que se quedasen entreabiertos, haciendo que pese a aquella turbación, resultasen extremadamente atractivos.

Pero si en algo se notaba aquel estado de desasosiego era en su mirada, perdida constantemente, evadida de cuanto había en aquella calle, ajenos a cuanto ocurría fuera de aquella casa, de aquella habitación e incluso fuera de aquella chica. Sus ojos, verdes como esmeraldas, y tan brillantes como éstas, jamás podrían haber sido más expresivos. Hablaban. Juro ante Dios que aquellos ojos eran capaces de hablar, haciéndose entender como no lo habrían conseguido muchos con las palabras.

Su cuerpo debía de ser el Edén... Sus pechos, insinuándose, tratando de asomarse por aquel escote... habrían vuelto loco a cualquiera, con aquella forma y firmeza propia de la juventud. Su cintura ansiaba ser cogida por un par de manos delicadas, pero firmes, que la rodeasen y la acercasen al calor de su dueño.
Sin duda alguna, mis manos estaban dispuestas a interpretar ese papel.

En fin, qué decir. Aquella muchacha era preciosa, mucho más de lo que lo eran aquéllas presentadas por sus padres en sociedad en busca de pretendientes que pudieran ser un buenos maridos; o lo que es lo mismo, buenos partidos que tuviesen el suficiente dinero para mantener a aquellas chicas y a los padres de éstas en caso de que la fortuna dejase de sonreirles.


Aquella ocasión no era la primera en que perdía algunos minutos en detenerme a observarla. Me resultaba increíble pensar en aquellas personas que pasaban por mi lado y no recaían en aquella musa capaz de inspirar a cualquier artista.
La diferencia era que en aquella ocasión no estaba dispuesto a irme de allí sin llevarme conmigo algo más que aquella imagen.

En un alarde de valentía, me dispuse a acercarme a la puerta de aquella casa y fuere como fuese, presentarme ante ella. A penas había pisado el primer escalón que había ante la entrada principal cuando la puerta se abrió ante mí. Me acobardé, como es obvio, al ver que se quedaban mirándome e invitándome a decir qué hacía ahí.
En un momento de lucidez, aunque muy lejos de mi primera intención, alcancé a decir:
- Disculpe la molestia, señor mío. Pero traía un mensaje, según me habían dado a entender, para la señorita de la casa, pero a decir verdad, no acabo de saber si estoy en el lugar indicado.
- ¿Y puede saberse a quién busca, joven?
- A Sophie Leisser.
- Pues siento decirle que se ha equivocado. Aquí no vive ningún Leisser.
- ¿Pero vive aquí alguna joven?
- ¿Realmente se lo tendría que decir?
- Disculpe mi osadía, no quería importunarle. Tan sólo pretendía saberlo por si hubiese equivocado las señas, si hubiese otra joven con un nombre similar, pero si no queire contestarme, no tiene de qué preocuparse. Lo entiendo perfectamente. ¡Qué rápido he perdido las formas...
- Tranquilo, joven. No me ha molestado, tan solo que no había pensado en el por qué de esa pregunta. Verá, aquí la única joven que vive es mi sobrina, la señorita Laura Ruíz - De la Cruz.
- ¿Española? Entonces, sin lugar a dudas, no he acertado con las señas, tendré que volverlas a pedir.
- Sí, somos españoles; mi hermana y su familia llevan poco tiempo en Viena, poco más de un mes. Han venido por asuntos laborales. Por eso me extrañaba que mi sobrina hubiese recibido mensaje alguno, pues creo que ni tan siquiera ha llegado a salir del edificio desde su llegada.
- Difícilmente entonces que la nota fuese para ella si no ha querido salir... ¿Ha sido por el idioma?, ¿o se debe a la añoranza?
- Una mezcla de ambas, imagino. Ahora, si me disculpa, tengo un poco de prisa, pero creo que aquel caballero que hay en el edificio de al lado, podrá indicarle para encontrar las señas correctas, pues conoce a todo el mundo de por aquí.
- ¿A encontrar a quién?
- A la destinataria de su mensaje, quién si no... ¿Sophie, puede ser que haya dicho?
- ¿Qué...?, ¡ah, sí, perdone! Sophie, sí, Sophie Leisser. Muchas gracias por la indicación.
- Suerte en su búsqueda y hasta otra ocasión.
- Adiós -acerté a decir en español.

Toda respuesta quedó en una sonrisa de aquel caballero ante mi intento de hablar su lengua.


Al menos sabía ahora que no sólo por fuera era bella. También lo era su nombre. Laura. Laura Ruíz - De la Cruz. De su boca tenía que sonar, seguro, como música.

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