Llegó a su casa, cansada, como tantas noches.
Se quitó los zapatos de tacón, y como cada día, los dejó tirados en medio de la habitación. Dejó toda su ropa en un montón a los pies de la cama y se puso su pijama.
Fue hasta el aseo y se quedó parada delante del espejo. Poco a poco, se quitó el maquillaje, ya un poco corrido por el tiempo que hacía que había salido de casa y por las dos lágrimas suicidas que acababan de escapar de sus ojos. Con la cara ya limpia de maquillaje, cogió toda el agua que pudo entre sus manos y se la echó a la cara, tratando de despejarse y de relajar todo aquello que, allí dentro, daba vueltas sin parar.
Tras volver a colocar la toalla en su sitio, se quedó mirando esos ojos sinceros, allí reflejados, que jamás podían ocultar lo que pasaba dentro, en su corazón, en su alma... Al fin y al cabo, ellos eran su voz.
Cogió una goma del cajón, y recogió en una coleta su melena. Mañana mismo se la iba a cortar; necesitaba un cambio.
Y así, otro día más, fue hasta el frigorífico, y tras examinarlo duramente, como recriminándole no sabía bien qué, lo volvió a cerrar.
Sin cenar, se fue al sofá; se dejó caer, al tiempo que se tapaba con una manta de pies a cabeza... y se quedó así, tumbada, quieta, mirando sin mirar, mirando al infinito... Y sin saber por qué, otras dos gotas suicidas más, se precipitaron desde sus ojos verdes al suelo, rozando sus mejillas y deshaciéndose después.
Se quitó los zapatos de tacón, y como cada día, los dejó tirados en medio de la habitación. Dejó toda su ropa en un montón a los pies de la cama y se puso su pijama.
Fue hasta el aseo y se quedó parada delante del espejo. Poco a poco, se quitó el maquillaje, ya un poco corrido por el tiempo que hacía que había salido de casa y por las dos lágrimas suicidas que acababan de escapar de sus ojos. Con la cara ya limpia de maquillaje, cogió toda el agua que pudo entre sus manos y se la echó a la cara, tratando de despejarse y de relajar todo aquello que, allí dentro, daba vueltas sin parar.
Tras volver a colocar la toalla en su sitio, se quedó mirando esos ojos sinceros, allí reflejados, que jamás podían ocultar lo que pasaba dentro, en su corazón, en su alma... Al fin y al cabo, ellos eran su voz.
Cogió una goma del cajón, y recogió en una coleta su melena. Mañana mismo se la iba a cortar; necesitaba un cambio.
Y así, otro día más, fue hasta el frigorífico, y tras examinarlo duramente, como recriminándole no sabía bien qué, lo volvió a cerrar.
Sin cenar, se fue al sofá; se dejó caer, al tiempo que se tapaba con una manta de pies a cabeza... y se quedó así, tumbada, quieta, mirando sin mirar, mirando al infinito... Y sin saber por qué, otras dos gotas suicidas más, se precipitaron desde sus ojos verdes al suelo, rozando sus mejillas y deshaciéndose después.
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