En mitad de la tarde, rompió a llover.
El suelo se llenó de charcos, en la superficie de los cuales se veían formarse ondas concéntricas, que terminaban chocando unas con otras.
La gente corría de un lado a otro cubriéndose con un paraguas, o un chubasquero, o incluso las dos cosas los más afortunados; los menos, con el periódico que habían leído durante el café de la mañana.
El cielo antes azul se tiñó de grises, y soplaba una brisa que hacía variar la dirección de las gotas que llegaban hasta nosotros.
Yo, en cambio, no llevaba paraguas, ni chubasquero, ni periódico; no me molestaba la brisa, ni la lluvia; me entretenía mirando alternamente cielo y charcos, que se deformaban y volvía a formarse al pisarlos la gente que pasaba entre carreras por la ciudad.
Yo estaba allí, contemplando las escena, mientras mi ropa se empapaba, el pelo se mojaba, y por los finos mechones que se habían formado, algunos tocando mi cara, caían pequeñas gotas que iban a parar al suelo, o a mi ropa.
Yo, en los días de lluvia, me sentaba sobre el muro que cercaba el cauce del río, y miraba cómo cambiaba la forma de vida, acelerándose, avivándose, con más trasiego del habitual; sí, igual que le pasaba al río.
El suelo se llenó de charcos, en la superficie de los cuales se veían formarse ondas concéntricas, que terminaban chocando unas con otras.
La gente corría de un lado a otro cubriéndose con un paraguas, o un chubasquero, o incluso las dos cosas los más afortunados; los menos, con el periódico que habían leído durante el café de la mañana.
El cielo antes azul se tiñó de grises, y soplaba una brisa que hacía variar la dirección de las gotas que llegaban hasta nosotros.
Yo, en cambio, no llevaba paraguas, ni chubasquero, ni periódico; no me molestaba la brisa, ni la lluvia; me entretenía mirando alternamente cielo y charcos, que se deformaban y volvía a formarse al pisarlos la gente que pasaba entre carreras por la ciudad.
Yo estaba allí, contemplando las escena, mientras mi ropa se empapaba, el pelo se mojaba, y por los finos mechones que se habían formado, algunos tocando mi cara, caían pequeñas gotas que iban a parar al suelo, o a mi ropa.
Yo, en los días de lluvia, me sentaba sobre el muro que cercaba el cauce del río, y miraba cómo cambiaba la forma de vida, acelerándose, avivándose, con más trasiego del habitual; sí, igual que le pasaba al río.
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